Cuentan que una mañana, al salir a la calle a pasear, Josep Pla observó con cierto estupor que la gente estaba comiendo. Lo primero que pensó es que se le habían pegado las sábanas, pero el reloj no engañaba, la mañana estaba recién estrenada. Aquello no le cuadraba, estaba acostumbrado a que los desayunos en la ciudad fueran más bien escarransits, frugales, escasos, apenas una tostada acompañada con una taza de café.
El escritor ampurdanés bautizó aquellos almuerzos como desayunos de forquilla, que no eran otra cosa que la herencia de aquella primera comida que hacían los payeses y los vendedores de los mercados semanales que se instalaban en los pueblos, suficientemente calórica para aguantar todo lo que deparara la jornada. Desde entonces, esa oda al colesterol flanqueada por media barra de pan y sin prisas, se ha convertido en toda una institución en Cataluña, y Tarragona no es ajena a esta tradición.
Callos, rabo de toro guisado, codillo, pies de cerdo, carrilleras, morro, oreja, bacalao con pisto o butifarra con judías, además de enormes bocadillos, son algunos de los platos que desfilan por las mesas de los grandes templos del desayuno en la ciudad y sus alrededores: el Tòful, en la plaza del Fòrum; l’Espardenya, en la plaza de la Pagesia; el Racó d’en Mario, en la calle Merceria; el bar La Rosa, en Torreforta; Cal Mellado, en Constantí; o el Café del Rourell.
© Rafa Pérez
Las cuatro colles castelleres, Xiquets de Tarragona, Jove, Xiquets del Serrallo y Sant Pere i Sant Pau, están abonadas a estos encuentros. Algunos de sus miembros los tienen agendados periódicamente desde hace décadas, incluso hay una escisión en los Xiquets de Tarragona que no deja lugar a dudas, la peña Esmorzar, cuyo escudo tiene la misma forma que el de su colla, pero en el interior aparecen cruzados un cuchillo y un tenedor. Los desayunos son especialmente multitudinarios y emotivos durante las fiestas de Sant Magí y Santa Tecla, cuando un buen plato, mucho pan para mojar y dos tragos de vino con gaseosa ayudan a llevar mejor los nervios de las grandes actuaciones. Esos días, se sientan a la mesa ya vestidos con los colores de su colla, algunos con la camisa puesta, con camiseta los más prudentes, porque no es plan de acabar con un lamparón más grande que el propio escudo. Actualmente es fácil ver mezcla de colores en un mismo establecimiento, incluso compartiendo mesa, pero cuentan que hace tiempo cada colla tenía su propio lugar para desayunar.
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El nombre de desayuno de forquilla, dicen los castellers, es cosa de las grandes ciudades. En Tarragona simplemente quedan para ir a desayunar o, en algunos pequeños grupos, se refieren al desayuno de gra fort. Entre las conversaciones se escuchan muchas anécdotas y esa clase de bromas que se repiten una y otra vez entre amigos, pero que sin embargo continúan provocando las mismas carcajadas sinceras, como por ejemplo cuando a fulano se le cayeron la faja y los pantalones haciendo de dosos o cuando a mengano se le rompió la camisa. También hablan del año en que empezaron a formar parte de esas espectaculares torres humanas, al 1970 se remontan algunos, sin faltar a una sola cita. Hay quien empezó como enxaneta y ahora solo puede animar desde el exterior de la piña, pero con la misma ilusión de los primeros días. Otro explica con orgullo que bautizó a su hijo con la camisa de la colla. En el brindis con el chupito de Chartreuse llegan los sentidos recuerdos para aquellos que ya no están, todos esos amigos con quienes durante décadas compartieron el pan del desayuno y la euforia en la plaza.
En un momento en el cual nos empeñamos en poner etiquetas a todo, no hay más que participar en uno de estos desayunos para comprobar que el mindfulness y otras clases de terapia, lejos de ser inventos recientes, se llevan manifestando décadas al amparo de estos platillos tradicionales, calóricos y abundantes.
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Si los castells están en la lista del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de la Unesco, desde el año 2010, quizás también debería considerarse la inclusión del desayuno de forquilla por su función social, por su papel en la transmisión oral de historias y anécdotas que no quedan recogidas en ningún sitio más que en esas mesas, y porque es parte indisoluble de los grandes días en los que nos emocionamos y rompemos en aplausos cuando la enxaneta alza su mano al cielo haciendo el gesto de la aleta.