Una de las mejores formas de tomarle el pulso a una ciudad y de saber lo que se cuece entre sus calles es visitar sus mercados. Ahora, y hace dos mil años. En el antiguo calendario romano, previo al juliano que ordena nuestros días, las semanas tenían ocho días. La importancia de ese ciclo residía en que la gente que vivía en el campo tenía un día fijo para ir a vender sus productos agrícolas, porque el noveno, en las ciudades romanas, se celebraban las nundinae: el día de mercado. Tarraco no era una excepción. Junto a las puertas de entrada a la ciudad se localizaban las stabula, una especie de albergues con establo donde la gente que llegaba desde los alrededores podía dejar sus carros y animales.
Frutas, hortalizas, verduras y legumbres se exponían en paradas ambulantes consistentes en unas sencillas tablas dispuestas sobre caballetes. No hay datos sobre la ubicación precisa del macellum (mercado) de Tarraco en aquellos días, pero, por el modelo estudiado en ciudades como Pompeya, la vida comercial seguramente se desarrollaba en la parte baja de la ciudad, alrededor del foro de la colonia y en el barrio portuario. La descripción de los mercados romanos encaja, sin apenas cambios, con la del mercado que se celebra, dos veces por semana, en la plaza del Fòrum. Si jugamos a las diferencias, podemos decir que la mujer del Flamen Dialis, el sacerdote de Júpiter, ya no sacrifica un cordero en honor de este dios de la mitología romana y que los maestros no declaman en público para que su conocimiento llegue a los visitantes del mercado. Por lo demás todo sigue igual, los payeses llegan desde las fértiles huertas del Camp de Tarragona y muestran toda la frescura de sus productos en sencillos tenderetes.
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Productos de cosecha propia, ecológicos y de proximidad en el mercado del Fòrum. El mercado del Fòrum es uno de esos lugares donde se despiertan algunos sentidos que permanecen adormilados por las prácticas intensivas de cultivo, donde vuelves a darte cuenta de que la fruta y la verdura huelen, o de que las naranjas o los tomates, como los días de abrigo y los de bañador, tienen su momento. Pero lo más importante de ese mercado no es lo que salta a la vista, sino lo que subyace en todos los encuentros que allí se propician: hay saludos y tuteo; sonrisas y confianza; si se presta un poco de atención es fácil comprobar que las conversaciones giran en torno a noticias trascendentales, no las de política o economía, sino las que afectan a los nuestros.
Montse vende huevos y miel en una de las esquinas del mercado del Fòrum, lo hace desde que tenía 20 años y ya ha cumplido 68. «No son clientes, son amigos. Este es Joan», dice a modo de presentación cuando una de las personas se acerca a su puesto. No tiene ni que pedir, Montse va colocando directamente entre cartones, con una mezcla de decisión y delicadeza —no nos olvidemos que se trata de huevos—, docena y media de los grandes. Todos los vendedores coinciden en que el gran valor del mercado es la gente. «Verás cuando nos jubilemos», dice Montse casi con temor a ese momento que se intuye cercano. En el puesto vecino, Alejandro y María José venden fruta y verdura de cosecha propia, remarcan ellos mismos y los numerosos carteles que lo anuncian sobre los productos. Ecológico y de proximidad, esa es la bandera también del puesto llamado I un rave (Y un rábano). Sus tomates —hay que madrugar para hacerse con un buen surtido— son tan variopintos como lo somos nosotros. En la caja de un mismo tipo los hay grandes y pequeños; con arrugas y con la piel tersa; más atractivos a simple vista o muy jugosos en su interior. ¿Qué es eso de que todos los tomates sean iguales?, dicen estos payeses llegados desde Valls.
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Descubre el Mercado Central donde comprar, degustar, aprender y contagiarte del latido de la ciudad. La visita al Mercado Central merece la pena, evidentemente, por los productos gastronómicos, pero también por motivos arquitectónicos. El edificio fue obra de Josep Maria Pujol de Barberà, quien incorporó algunos elementos modernistas en los detalles y proyectó un espacio soportado por columnas de hierro colado con el objetivo de dar paso a la luz y de crear una mayor sensación de amplitud. Bajo ese espectacular techo encontramos la misma camaradería que en el mercado del centro histórico y también la abundancia del nombre propio en el trato. Entre los puestos destacan el buen pescado fresco de nuestra costa, cómo no; las dulces creaciones del pequeño puesto de Cal Jan, pastelería con sede en Torredembarra que tiene entre sus reconocimientos el premio al mejor panetone de España; las carnes o la selección de quesos de Magda y sus consejos para hacer la tabla perfecta.
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Cada día a las 12 del mediodía y a las 6 de la tarde, se abren las puertas del reloj de la fachada y se pone en marcha el carillón con siete figuras que representan a personajes del cortejo popular de Santa Tecla, figuras que se mueven mientras suena Amparito Roca. Al acabar el desfile, muchos clientes dejan por un momento las cestas de la compra y rompen en aplausos, alguno incluso tras haber dado algún paso al son de ese conocido pasodoble.
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Los mercados municipales ofrecen algo tan sencillo como la vuelta a los orígenes, productos ecológicos y de proximidad igual que hace dos mil años. El oficio de payés, pese a algunos atisbos de recuperación, no pasa por su mejor momento. Tampoco el de pescador. Comprar en los mercados municipales es una manera de contribuir a recuperar y consolidar estas duras profesiones que son más necesarias que nunca en el actual escenario de crisis climática. Sea por convicción o por un punto de romanticismo; sea por salud o simplemente porque nos gusta dar y que nos den los buenos días, es tiempo de coger la cesta y volver a los mercados municipales.
En Tarragona se celebran varios mercados y mercadillos municipales a lo largo de la semana, todos especializados en producto fresco. A los mencionados mercados Central y del Fòrum, se unen el de la plaza de los Carros, Bonavista, Torreforta, Sant Salvador, Sant Pere i Sant Pau y la Móra.