La gastronomía romana, en tiempos de la monarquía y la primera etapa de la República, era bastante austera. El principal plato que se llevaba a la mesa, generalmente el único, consistía en una especie de gachas conocidas como puls. Una preparación a base de cereales, tan calórica como aburrida, por la que los griegos dieron a los romanos, con cierta sorna, el sobrenombre de comedores de polenta. Con un poco de suerte, alguna pata de algún bicho que se había muerto, unas cebollas o unos ajos, le daban un poco de sabor a la mezcla.
© Rafa Pérez
La conquista de Grecia y la expansión por el Mediterráneo y hacia Oriente trajo consigo una variadísima despensa, la riqueza de las especias y la puesta en valor de la figura del cocinero, que fue pasando de ser el menos valioso de los esclavos a una de las profesiones más respetables durante la Roma Imperial. Plinio el Viejo, autor de Historia Natural, hablaba así de este hecho: «Hoy en día, se compran cocineros por tres veces el precio de un caballo y pescados al precio de tres cocineros». La llegada de los pescadores a puerto, entonces igual que ahora, era uno de los momentos más esperados del día. Los pescados a los que se refería eran el salmonete y el rodaballo.
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Atún, dorada, lubina, pulpo, gambas, ostras y moluscos, también formaban parte de la carta de pescados que los romanos de clase pudiente consumían, como hemos podido saber gracias al Mosaico de los Peces conservado en el Museo Nacional Arqueológico de Tarragona. Este mosaico, que decoraba una estancia de la villa romana de Calípolis, en el término municipal de Vila-seca, muestra hasta 47 especies de fauna marina mediterránea.
La otra fuente que tenemos de la dieta de los romanos, además de los restos arqueológicos, es la que nos proporcionaron algunos de los grandes gastrónomos de la época, como Marco Gavio Apicio, a quien se le atribuye el recetario De re coquinaria.
La temporada y la proximidad, banderas de las actuales tendencias culinarias, eran la base de la cocina: el romano vivía con felicidad la llegada de las estaciones y con ellas la de determinados productos. Del aprovechamiento secundario salen salsas como el omnipresente garum, preparada con vísceras de pescado. Desde el allec, la calidad más baja, hasta la conocida como flor de garum que se envasaba en tarros de perfume, esta salsa se utilizaba para condimentar una gran cantidad de platos, además de tener aplicaciones medicinales.
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Las técnicas culinarias que empleaban son las mismas con las que seguimos cocinando actualmente: el horneado y la brasa, o el fermentado, el escabeche y la salazón para alargar la vida de un producto más allá de su temporada. Hemos perdido, por suerte, el uso de determinados ingredientes: la lengua de flamenco, el cerebro de avestruz, los talones de camello o el callo de la trompa de elefante eran consideradas exquisiteces. También algunas costumbres, más relacionadas con el decoro en la mesa, han quedado atrás. Por ejemplo, comer recostados, tener que llevarse la servilleta cuando te invitaban a comer —o como alternativa, limpiarse con miga de pan— o el sonoro y desagradable eructo tras haber quedado satisfecho.