Al hablar de romesco, algunos pensarán en una de las salsas más típicas de la gastronomía catalana, otros en la base de uno de los platos de mayor tradición marinera del litoral tarraconense. En la ciudad de Tarragona, la receta del romesco transciende el plato y es un compendio de las vidas e historias de la gente del barrio marinero del Serrallo, la herencia viva de toda la cuchara que sus abuelas le legaron.
Antiguamente, cuando las barcas llegaban a puerto, los pescadores se ponían a cocinar en cubierta, echando en el hornillo algunos restos de pescado para convertirlos en un rossejat, en un suquet o en un romesco. El aroma caminaba por las calles del barrio, inundando cada rincón y sirviendo de alerta a niños y mayores que se acercaban a ver qué había dejado la mar. El pescador volvía a casa cenado y con las dos o tres piezas que le tocaban en el reparto.
© Rafa Pérez
Media docena de calles y un puñado de casas bajas, de colores en el frente marítimo, más discretas en las calles interiores, forman hoy el barrio del Serrallo, cuya personalidad es inversamente proporcional a la altura de sus edificaciones. Murales de gran calidad, relacionados con las tareas de la mar, decoran algunas de las fachadas, y en el café de la plaza todavía es posible ver una de esas escenas condenadas a desaparecer de las calles de nuestras ciudades, una mesa en la que se juega al dominó con la pasión que se pone en los asuntos trascendentales de la vida.
La abuela Txeli nació delante de la iglesia de Sant Pere, cuando las barcas se amarraban junto a las casas y el agua llegaba hasta las escaleras del pequeño templo. Su abuelo, el Sarpeta —en el barrio todas las familias tienen su sobrenombre, más usado que el propio apellido—, tenía una barca de pescado azul. Él le enseñó la receta del romesco que preparaba en la barca; en casa, la dieta consistía en sardina un día y boquerón el otro. «Soy del barrio del Serrallo, lo quiero mucho. Que no se enfade nadie, pero es el barrio más guapo de Tarragona.
Es poca cosa, pero tenemos de todo: pasos de Semana Santa, castellers, diables y la Vibria, el mejor pescado», cuenta con orgullo esta mujer de vivos ojos azules, como la mar que tiene delante, y 87 veranos a sus espaldas. Siendo niña se familiarizó con algunos de los trabajos del remiendo de redes, viendo a las mujeres anyinyolar —en el barrio se mezcla el argot clásico del mundo marinero con el habla serrallenca—.
A ella le tocaba llenar las agujas. Cuantas más llenes, más ganarás, le decían, pero al final siempre le daban una peseta. Desgrana la receta del romesco como una letanía: «Dos rebanadas de pan; unos ajos, la mitad de ellos crudos; pimientos de romesco escaldados; un tomatito abierto por la mitad, vuelta y vuelta; un puñado de almendras y de avellanas; una cebolla en juliana. Cuando esté todo hecho, a la batidora con un chorrito de vino blanco. Y una guindilla, que me gusta picantito. Las patatas rotas para que la salsa penetre bien, mejor de la clase kennebet porque la monalisa cuece muy rápido y sabe a boniato. O unas alubias. Cuando le falte poco a la patata, pones el pescado. Si lo haces con rape, poca agua porque el pescado va soltando. Si queda aguado, la maicena lo arregla todo. También puedes poner bejel o una brótola de roca de buen tamaño, que son pescados riquísimos».
© Rafa Pérez
Otros te dirán que los ajos mejor escalivados y que el pimiento sofrito apenas unos segundos, sin cebolla, que el vino mejor un rancio y que es una herejía no hacer la picada a mano con el mortero. No se pondrán nunca de acuerdo porque esa es la riqueza del romesco: hay tantas recetas como barcas que, a lo largo de generaciones, han salido a la mar para traernos pescado, tantas como romescaires. Con matices que llegan a ser credo. En lo que sí coinciden todos es que hablamos del plato insignia de la gastronomía tarraconense.
Matías Leandro es otra de las personas que sienten una gran estima por el barrio. Cuando fue presidente de la Asociación de Restauradores y Comerciantes del Serrrallo, puso en marcha las primeras Jornadas del Romesco. Buscaban proyectar la imagen del barrio hacia el exterior a través de algún elemento que lo identificara. «El romesco era una comida de pobre, que se hacía con lo que se tenía a mano.
Los pescadores pasaban muchas horas en la mar, sin nevera. Practicaban una cocina de aprovechamiento. Pan seco, un puñado de frutos secos que se conservaban bien, el pimiento de romesco, alargado y arrugado, algún trozo de pescado que no se pudiera vender». Una de las labores principales de esas jornadas gastronómicas fue la divulgación, con acciones como enseñar a hacer una picada en las escuelas. Pese a que el origen del romesco es incierto, podemos situarlo en algún punto entre Torredembarra y Cambrils. «¿Cuál era la lonja importante, dónde había más barcas?», pregunta Matías convencido de que el plato nació a bordo de las barcas del Serrallo.
Él recomienda pescados que sean duros, sin mucha espina. Además del rape, menciona la lubina y el rodaballo si son de buen tamaño, o la pintarroja. Pero sobre todo añade cariño y amor, estar por lo que hay que estar, que no se te queme nada de la picada, tener bien cogidas las medidas que funcionan, las cuales se miden en pizcas. Cuenta que el romesco ha tomado el rumbo de plato de cariz festivo, que le hemos dado dignidad y enjundia añadiéndole alguna gamba roja de Tarragona. En cambio, la abuela Txeli dice que hace el romesco cualquier día, sin una razón especial. Y remata diciendo: «Ahora te explicaré la vida de mi abuelo. ¿Te la explico?»